miércoles, 19 de febrero de 2014

SUEÑOS DORADOS



Lo peor es por las noches. Uno no sabe si tratar de dormir para tener fuerzas al otro día o permanecer lo más alerta posible para poder escapar en caso de que nos ataquen.
La primera semana en la isla fue la peor de mi vida; los nervios que me provocaban correr armado por esos campos, viendo como caían mis compañeros, y el terror en sus miradas, no me permitían descansar ni un minuto; sólo pensaba y ansiaba que todo esto terminara para volver a casa de una vez por todas.

La cuarta semana fuimos al pueblo a buscar provisiones. Era la primera vez que lo visitaba, no lo imaginaba tan lúgubre, tan gris; pero era lógico. A pocos kilómetros estaba el lugar donde masacraban a chicos como yo, recién salidos del colegio, sin ninguna vocación militar.
Aproveché esa visita para mandar una carta a mi familia. A un mes del 2 de abril, fecha en que había llegado a la isla, la tercera carta que les mandé y, sin saberlo, la anteúltima.
Mientras cerraba el sobre y me imaginaba la emoción de mi madre, de mi padre, la dulce cara de mi futura esposa, Sofía, al recibir mis noticias… una explosión ensordecedora me obligó a salir corriendo de la oficina de correos. Urgente volvimos a nuestra base y pasamos dos semanas que para qué recordar; lo único que puedo decir es que mi mejor compañero, Luis, despertó en medio de una convulsión y murió de un ataque cardíaco. No estaba herido, pero pude ver el terror en sus ojos, unos ojos que me llevaré siempre grabados en la memoria. La noche de su muerte me la pasé vomitando, con un dolor de estómago punzante. No sé si era el miedo de que me pasara a mí o la culpa de que no me sucediera lo mismo.
De igual manera me sentí las noches en las que murieron Gabriel, Esteban, Fabián y Manuel.
Para la sexta semana, ya me había acostumbrado, sólo me quedaba la fatiga de salir corriendo de la trinchera con el cadáver blando de algún compañero en los hombros y  de dejarlo en un lugar donde no nos afectara su descomposición.
Un par de semanas más tarde, tuve la suerte de estar de vuelta. Esta guerra me dejó algunos magullones y cicatrices, pero éstos no se comparan con la bendición de salir con vida y de poder contarlo. A pesar de todo, fui recompensado con una hermosa familia, mi mujer Sofía, la persona que me esperó y me acompañó en los mejores y peores momentos, con quién, después de tanto sufrimiento, hoy puedo disfrutar tranquilamente el lecho.
Hoy, muchos años después de aquella guerra, es extraño cómo se ven las cosas, y es raro, sobre todo, cómo, después de tanto aprendizaje, la sangre tibia de mis venas hace ebullición al darle a mi hija el dinero del subsidio de excombatiente para que cumpla su sueño dorado de conocer Londres.


PAÑUELITO



Así de fácil. Y se acabó. Adiós a las corridas a altas horas de la madrugada. Se terminaron mis eternas visitas a esa habitación mal iluminada que olía a alcohol y a gasas. Pasé horas, que un día dejé de contar, mirando sus ojos cerrados, suplicándole que me escuchara, que tuviera fuerzas, que todavía no. Até mis venas con un doble nudo a los hierros de esa cama, conté cada latido de su corazón, adivinando cuando iba a dar un salto, rogando que nunca dejara de latir… pero no.
Siempre recuerdo la última vez que lo vi  despierto, sí, lo recuerdo muy bien; estaba flaco, pero no tan flaco como lo estuvo la última semana, me miraba con sus ojos marrones desorbitados, pálido, muy descuidado y bastante demacrado. Me preguntaba por un ruido extraño que escuchaba de la cama de al lado, una bomba de oxígeno, le dije yo; parece el ruido de un monstruo, me dijo él. Lo dejé ahí, con el monstruo. Y ya nunca más lo vi despierto.
Pero llegué a decirle que lo amaba. Se lo dije cada minuto de cada día de cada mes que fui a tocar sus manos a besar sus hombros y a mirar las manchas de sus brazos y… y. Mientras lo veía incorporarse cada vez más a esa maldita cama que le quedaba chica, que hacía que incómodamente se moviera de un lado a otro haciéndome ilusionar, pensaba en las cosas que le diría, si se despertara de pronto. Entonces, por las dudas que me estuviera escuchando, se las decía. No pelees más, si estás muy cansado, no sigas, no me tenés que demostrar nada, descansá, tenés que ser fuerte,  no te des por vencido, yo te voy a acompañar, no pares ahora, no se te ocurra parar…
Y salía a llorar al pasillo, cuando aguantaba; y cuando no aguantaba, simplemente lloraba ahí, tomada de su mano, acariciando la cicatriz en su mano izquierda y suplicándole a la fuerza superior en la que no creo que, por favor, lo liberara.
¿Cuántos días fueron en total? No sé. Cincuenta, sesenta, un millón. Casi todos eran iguales, él no mejoraba, no despertaba y yo..., yo me arrepentía de no haber pasado más tiempo con él y lo visitaba para ver si ganaba algo de tiempo y, de paso, si era posible, lavaba un poquito un pañuelito manchado de culpas y penas.

Salí de la sala a las ocho de la noche, me llamaron y me lo dijeron justo cuando estaba a punto de volverme a casa. Por un lado, me sacaron un peso de los hombros, un peso que no sabía que cargaba. Por otro lado, me hundieron en un pozo cientos de metros bajo tierra del que no sé cuándo voy a poder salir.  Junté sus cosas en un bolsito y guardé el pañuelito en mi bolsillo. Una sola mancha le quedaba, una solita en el medio, para recordarme que nunca voy a tener la oportunidad de saber, lo que es un papá de verdad.

CUANDO APAGÓ LA LUZ




A veces tenía una mirada rectangular. Se llenaban los dos rectángulos de sus pupilas verdes de palabras que empezaban con a de amor y e de eternidad, y cuando los rectángulos rebalsaban de palabras, yo acariciaba su remera celeste y lo adoraba.
A veces sus ojos eran de color miel, redonditos, llenos de pestañas, transparentes y sinceros; y yo tenía que ajustarme un poco el cinturón, tal vez para disimular o tal vez para que no se me cayera.
A veces me recorría de arriba abajo con una lentitud y una seducción que me provocaban mareos, y tenía que pensar en otra cosa para que mis rodillas no se doblaran.
Encontré en el perfume de su piel, un barco que me llevaba directamente al momento en el que me di cuenta de cuánto me importaba. Y a partir de ese instante, todo lo demás, y cuando digo todo lo demás me refiero a todo, dejó de existir.
A veces soltaba un suspiro tan suave y delicado que levantaba una corriente helada desde mi primera hasta mi última vértebra. Y yo me cruzaba de brazos, sonriendo tontamente para distraer su atención hacia otro lugar.
Pero él percibía todo. Siempre veía absolutamente todo.
 No dejaba ningún detalle de su cuerpo librado al azar. Cada movimiento, cada palabra y cada una de sus irresistibles miradas habían sido creados y estudiados con el único fin de hacerme temblar. Y yo temblaba, la verdad es que temblaba vergonzosamente.
El sonreía de costado y llevaba su mano izquierda a sus ojos, tapándolos ligeramente y provocando en mí una desesperación por descubrirlos y volverlos a ver que hacía que mis pies patearan el piso de una ridícula y caprichosa forma aniñada.
Y me sacudían unas ganas de escribirme su nombre en cada centímetro de mi cuerpo, con letras de todos los tamaños y todas las formas para que él entendiese hasta qué punto me poseía. Y sabiendo de mi dependencia, jugaba con mi frecuencia cardíaca deslizando sus manos rosadas de adolescente que tuvo que crecer de golpe por mi cara y obligándome con sus ojos, ahora algo castaños, a obedecerle en todo.
Y yo intentaba autoproclamarme independiente. Qué ingenua.
El sabía hasta la última gota de la perversa sangre de sus venas que yo le pertenecía desde la primera vez que apagó la luz. Y quizás desde antes también.
Se moría minuto a minuto mi imagen de mujer segura para ver nacer la suya de amante distraído. Siempre con la mirada puesta en algo más allá, en algo que yo no podía ver y que, por las dudas, no miraba.
Sus estrategias me llevaron consecuentemente a adorarlo. Fui la presa más fácil que nadie puede imaginar. Me manipuló a la vista de todos y, para mi sorpresa, me fascinó. Y tuve que cerrar los ojos e imaginarlo destruyéndome para no dejarme arrastrar por su piel y sus manos. Y aún así, seguí sintiendo eternamente una incomodidad en el pecho que me ordenaba permanecer observándolo. Y lo hice. Y la incomodidad me ordenó amarlo. Y necesitarlo. Y seguirlo. Y seguí cada una de esas órdenes al pie de la letra.
Y perdí toda autonomía y toda capacidad de respirar cualquier aire que no estuviera perfumado por su olor. Y me transformé en adicta a esos diez dedos expertos en destruir las barreras que construyo cuando quiero concentrarme en algo que no sea en él.
Y observo sus ojos durante unos segundos antes de mirar hacia otro lado, acariciar su remera celeste y suplicarle e implorarle en absoluto silencio, que por lo que más quiera, proteja la enormidad de sentimientos que me arrancó cuando apagó la luz. O antes de eso.


MORENA



A partir de las siete de la tarde Morena era otra. La señora Norris, su madre, descubrió sus extrañas costumbres cuando la pequeña llevaba seis años haciéndolo. Al principio, no podía comprender en qué había fallado para que la niña fuera tan rara. Pero, con el tiempo, empezó a aceptarlo. Cuando la descubrieron, Morena tenía nueve años; tuvieron que encerrarla con llave en su habitación para que no se escapara; pero, de alguna manera u otra, ella lograba salir y, una vez afuera, siempre a partir de las siete de la tarde, se dirigía a plaza y se enterraba bajo un colchón de hojas secas, dónde permanecía con su carita oscura pegada a la tierra húmeda hasta la mañana siguiente.
Su psicólogo decía que necesitaba estar en contacto directo con la naturaleza, que no había nada patológico en eso; pero la señora Norris no podía permitir que su pequeña durmiera fuera de casa, sobre la tierra, cubierta de pasto ¡y en una plaza pública!
Morena empezó a recibir ayuda profesional dos veces por semana y terapia familiar una vez por mes; además, por las dudas, enrejaron la ventana de su habitación. Igualmente, siempre después de las siete de la tarde, se recostaba en el piso y se dormía tranquilamente. La señora Norris pasaba despierta noches enteras, pensando que su hijita yacía tirada en el piso de parquet rebelándose contra la comodidad del colchón.
El verano que Morena cumplía diez años, estando de vacaciones, les resultó imposible controlarla y terminaron resignándose, al punto de limitarse a recibirla con el desayuno y limpiarle los pastitos que traía entre su pelo azabache despeinado. Fuera de esa necesidad de medio ambiente natural, Morena era una chica perfectamente normal.
La señora Norris la llevó a un especialista en hipnosis; pero no había nada en los recuerdos ocultos de la pequeña que diera la pauta del momento en el que había podido surgir el trastorno.
La pobre señora Norris recorría minuto a minuto los recuerdos de los primeros años de Morena sin detectar ningún episodio traumático. Volvió a su primer día de clases, a su primer cumpleaños, al bautismo... incluso, regresó hasta el día de su nacimiento; un diecisiete de enero, cuando estando de vacaciones en el noroeste, la señora Norris rompió bolsa en el auto camino a unas cabañas en medio de las quebradas. Su marido la condujo lo más rápido que pudo hasta un hospital; pero, como desconocía el camino, tardó varias horas en encontrarlo.
Finalmente, ingresó en la sala de partos y, mientras caía el sol, dio a luz a una pequeña bebé rubia con dificultades respiratorias.
La señora Norris revisaba ese momento una y otra vez, recordando lo feliz que se había sentido al tener en brazos por primera vez a su morenita. Pasó la noche entera pensando en el instante exacto en el que le trajeron a su bebé. 

Mientras tanto, en la habitación de al lado, el señor Norris firmaba el eterno cheque mensual para el médico que, diez años antes, había vendido a una recién nacida y había consolado a una pobre madre que vivía en lo más alto de la quebrada, al decirle que su bebé había nacido muerta.

LOS TOPOS



La leyenda dice que en esa zona, tan acechada por los tornados, una tarde, una madre y un padre discutían trivialidades. Descuidaron la pequeña cuna de su bebé y, en el momento en el que el viento empezó a soplar, la cuna cayó a la pileta y permaneció una hora en el fondo antes de que ellos la vieran.
Cuentan que la madre enloqueció, casi instantáneamente, y abandonó la casa para no volver. El padre huyó espantado por el tornado, sin tener tiempo para rescatar el cuerpo de la pequeña. El tornado destruyó el pueblo entero; y de aquella casa sólo quedaron tierra y… leyenda.
Marito no creía ni en bebés ni en tornados y, mucho menos, en leyendas. Sólo creía en el pozo donde que vivía y en la escalera que lo llevaba a la superficie.
Se despertaba cada mañana y subía, uno a uno, los 9 escalones que lo separaban del mundo real. Trepaba los postes de luz y caminaba sobre los cables de alta tensión como un equilibrista profesional. Pasaba horas paseando por las alturas, mientras miraba su pozo, desoyendo lo que decían de él e ignorando los mitos urbanos.
El último tornado también había destrozado su casa y, desde entonces, había vagado por el mundo sin rumbo. Algo en ese pozo lo llamaba, lo hacía sentir refugiado y, a pesar de que no tenía ninguna comodidad se conformaba con no tener derrumbes. No pensaba en volver a vivir en una casa nunca más, estaba seguro de que en las profundidades o en las alturas encontraría la salvación.
Con la llegada de la primavera, corrían rumores de que un nuevo tornado se acercaba.
Marito, siempre escéptico, salió, como de costumbre, a caminar por sus cables. A lo lejos vio venir algo oscuro, una densa nube que se acercaba lentamente. Se levantó un fuerte vendaval y él se arrodilló sobre uno de los postes con la cabeza en alto. El viento partió las ramas de los árboles, destrozó los arbustos y removió la tierra, descubriendo un objeto. Marito bajó de las alturas. Trató de desenterrarlo, pero parecía estar atado a algo. Siguió escarbando y descubrió que eran dos pedazos erguidos de metal celeste, limpió un poco la tierra que los cubría y se dio cuenta de que eran iguales a los de su escalera... ¿Podría ser… otra escalera? Escarbó durante horas y fue encontrando escaloncitos oxidados y descoloridos. No podía creer lo que estaba viendo… trataba de negar la leyenda; pero, a la vez, sabía que buscaba un saco lleno de huesos. ¿Se habrían desintegrado? Siguió cavando con sus uñas, ya estaba casi dos metros adentro de la pileta, aunque el tornado amenazaba nuevamente con su presencia. Marito siguió sin importarle la tierra que caía sobre su cabeza; las manos le sangraban… pero sentía que estaba cerca de esa pequeña cuna.
La tierra se puso más dura, más seca; juntó fuerzas y escarbó con más desesperación que nunca.
Tuvo que agarrarse el pecho para que no se le saliera el corazón. Una pequeña de doce años lo miraba asombrada.
Afuera, el tornado arrasaba con el pueblo entero. Un par de horas después, todo habría terminado. No todos lograron salvarse: tan sólo algunos cables y las personas que vivían en los pozos.



MENAGE



Emily se jactaba de tener todo en la vida. Un cuerpo privilegiado, una fortuna incalculable, una perra inteligentísima y el único marido fiel sobre la faz de la tierra.
El último hallazgo de Emily había sido la cirugía plástica delivery. Los médicos se mudaban a su casa cada vez que ella quería retocarse el botox, rellenar sus labios o levantar aún más sus párpados.
El injerto de pelo, las costillas removidas y el afinamiento de tobillos habían sido un éxito, y Emily, en perfecto estado de conservación, le agradecía a la ciencia su eterno romance con su marido.
Estaba segura de que, con sus técnicas de la eterna juventud, ella, él y su nueva perrita, Connie 3, vivirían juntos y felices para siempre.
En la última visita de su médico, Emily le había hecho depilación definitiva a Connie 3 además de un dermo pulido en la cara. En cambio, con Connie 1 y 2, no había invertido tanto en cuidados, porque no eran tan inteligentes; pero, Connie 3, con sólo ocho meses de vida, demostraba ser casi el eslabón perdido. Por eso, Emily pensó en regalarle algo muy especial: le operaría la cara para dejarla igual a ella. Su marido se opuso rotundamente, le parecía un disparate hacer padecer el post operatorio a la pobre perrita. Pero Emily lo convenció... y, dos meses más tarde, Connie 3 lucía una espectacular nariz, una boca sensual y carnosa, y los ojos azules más hermosos que una perrita pudiera tener.
Emily estaba encantada; ahora podía ver su propia cara todo el tiempo, ¡sin necesidad del estúpido espejo!
Connie 3 parecía estar satisfecha, incluso se comportaba de manera más femenina y más humana que de costumbre.
La vida de Emily estaba completa, nunca había sido más feliz.
Ese fin de semana, para festejar su éxito, hizo un viaje en su jet privado al norte del país. Se hospedó con sus mejores amigas en un spa en las montañas y les habló sobre Connie 3, sobre su apasionado noviazgo con su marido y el afinamiento traqueal que planeaba hacerse.
Todas coincidieron en que la vida de Emily era envidiable. Volvió a la mansión repleta de regalos, haciendo eco con los tacos de sus zapatos por los grandes salones vacíos. Recorrió las dieciséis habitaciones, las tres bibliotecas y los dos estudios, buscando a su marido, sin encontrarlo. Finalmente, con una máscara descongestiva antiestrés en los ojos, se acostó a dormir.
La despertó su criada por la mañana, con la bandeja del desayuno y la correspondencia. Su marido le había dejado, una vez más, una de esas cartas de amor que sólo él sabía escribir.

La sonrisa tranquila y segura de su rostro se fue borrando a medida que avanzaba en la lectura. Después de unas veinte líneas de hojarasca, su marido le pedía el divorcio. Había abandonado la mansión mientras ella estaba de viaje y no tenía pensado regresar ni siquiera por su ropa. Había encontrado la libertad que siempre había buscado, había encontrado su tercer capricho en un amor treinta años menor que ella.

PEGALE



Hubo una época en la que todavía creía en algo. Después me di cuenta, de que en realidad, nunca creí en nadie. Y ahora sé, con total convicción que, jamás me importó nada de nada. Y por eso y solamente por eso es que hoy, le pego a la gente.
Creo que todo empezó hace unos… siete años. Empecé a pegarle a la gente con la que trabajaba porque no la soportaba. Al principio le daba cachetaditas tímidas, empujones brutitos; pero cuando tomé confianza les empecé a dar unos buenos roscones. Mis compañeros siempre lo toleraron, incluso la contadora, los encargados… nunca me dijeron nada. En un momento hasta pensé que les gustaba que los fajara. Pero no sé.
Cuando pegarle a ellos me resultaba poco, seguí con los vecinos. Cuando venían hablando pavadas en el ascensor; en cuanto llegaban a su piso, los empujaba hacia afuera y les cerraba la puerta. Nunca decían nada. Después, la portera. Cada vez que no me abría la puerta cuando yo venía con muchas bolsas, le cacheteaba la nuca y seguía caminando. Ella se frotaba despacito, en silencio. A mi mamá siempre le pegué; cuando me hacía pasar vergüenza, en seguida la pateaba. Mis hermanos siempre prefirieron los pellizcos, a mi papá le tiraba de los pelos de las piernas, en cambio, con mis parejas siempre opté por piñas en los brazos. Siempre les pegué a todos, a los quiosqueros, a los repartidores de pizza, al afilador… en fin.
Nunca nadie se quejó.
Al único a quien nunca le puse un dedo encima es a mi perro Quique. Me parece una monstruosidad la gente que le pega a los perros. Me repugnan. Quique entiende todo, no es necesario ni siquiera levantarle la voz.
Esta mañana Quique se hizo pis encima. No entiendo qué le pasó, se hizo en el sillón del living. Yo le acerqué la cara al sillón húmedo y se lo hice oler. Le dije que no lo haga nunca más; pero, a la tarde, se cagó adentro de mi cama.
La limpié y después lo reté. No me hizo mucho caso y se fue al balcón, como riéndose.

Cuando lo fui buscar, se había comido dos macetas y la tierra estaba esparcida por el piso. Ahí perdí la paciencia y le pegué. ¿Y Quique que hizo? Me miró con los ojos bien redonditos, y me la devolvió.

RUGOSA



Lo único que unía a Ulises con su pasado, además de su partida de nacimiento y una abuela adoptiva reacia a contestar preguntas, era una cicatriz de trece centímetros que le recorría el costado derecho del torso: empezaba debajo de la axila y terminaba en la cadera.
La muerte de su madre el mismo día de su nacimiento lo había ido transformando en un joven culposo e introvertido. Le costaba relacionarse con sus pares y casi nunca quería salir de su casa. Pasaba horas mirando el crucifijo sobre su cama y leyendo la Biblia, mientras acariciaba suavemente el relieve rugoso de su cicatriz.

A los once años, su abuela, aquella hada madrina que lo había aceptado como si fuese de su propia sangre, cansada de verlo rezar día y noche, lo anotó en el club de barrio.
Allí fue donde Ulises conoció a quien sería su único amigo, su fiel confesor.
Desde el primer momento sintió que podía contarle hasta sus más oscuros secretos y que todo el tiempo del mundo no iba a ser suficiente para compartir con él las cosas maravillosas de la vida.
Fueron creciendo juntos y, con los años, el amor de Ulises se fue volviendo irrefrenable.
¿Sería un sacrilegio amarlo así? ¿Qué diría la Iglesia, su abuela, o peor…su madre?
Ulises no entendía porqué no dejaba de pensar en él, lo quería de una manera distinta, especial. Sin embargo, lo que más confundía a este joven de diecisiete años era la fuerte atracción que sentía por las mujeres; tanto Ulises como el destinatario de su devoción tenían novias preciosas a quienes adoraban.
Durante un tiempo intentó concentrarse en otras cosas y enfriar un poco esa necesidad imperiosa de decirle lo que sentía pero; por más que lo intentaba, algo dentro suyo le pedía a gritos que lo enfrentara. Debía decírselo. Ese amor que no comprendía, no podía ser puro, no había forma de que lo fuera.
Decidió ir a buscarlo, corrió a su casa, abrió la puerta de su habitación, pero no lo encontró allí. Escuchó el ruido de la ducha y entró en el baño decidido, abrió la boca para decirlo…y se encontró con lo único que no esperaba.
Abel, desnudo, apenas tuvo tiempo para cubrirse los trece centímetros izquierdos de soledad que le recorrían su costado.


VOLUNTARIA



Miró asustada las cuatro paredes que la envolvían, tan inmaculada, tan blancas.
Recorrió toda la habitación con sus pupilas dilatadas, antes de posarse en los fríos ojos de aquél hombre que iba a causarle tanto daño.
Clavó sus uñas en sus propias piernas hasta que las gotas de sangre mancharon en el piso. Trató de controlar el temblor de su mandíbula y, aferrada a los recuerdos más lejanos de su niñez, intentó seguir aquel consejo: tener pensamientos felices y relajarse.
Siempre había sido una joven muy considerada. Desde muy temprana edad había demostrado ser muy inteligente y seductora. Todos decían que ella, con su sonrisa, podría conquistar el mundo y conseguir todo lo que se propusiera.
En la secundaria empezó a planear su brillante futuro. Universidad, viajes, becas… y, finalmente, ese puesto… que estaba esperándola.
Y ahí estaba, con ese hombre despiadado que la miraba desnuda, como si fuera un pedazo de carne.
Trató de moverse, pero sus manos estaban atadas; sus piernas, separadas unos sesenta centímetros una de la otra, no dejaban de temblar. Parecía anestesiada, veía unos puntos de colores, y el cuadro de la habitación se acercaba y se alejaba de ella constantemente.
Lloró en silencio por miedo a que el hombre lo percibiera. Pensaba si, después de esto, seguirían en pie sus planes tan anhelados… pensaba si, después de esto, habría un después.
El hombre se acercó a ella y, lo último que sintió antes de perder el conocimiento, fue una fuerte y dolorosa penetración.
Cuando despertó, seguía atada y estaba desangrándose. Miró en todas direcciones, el hombre se había ido.
Estaba sola.
Miró su vientre y los diplomas en las paredes y pensó si no habría sido un precio demasiado alto.
 Un miedo desconocido se empezó a gestar dentro de ella.

A su lado, una bandeja de plata le recordaría, eternamente, aquella interrupción.

CAMILITA




Sentado en este tren con esta preciosura al lado mío, no puedo creer que tardé ocho años en decidirme a conocerla. Era muy chico cuando nació, pero ahora soy adulto y estoy preparado para darle todo lo que necesita. Ya le expliqué que no tiene que tener miedo porque, esta vez, nada nos va a separar. La nena lo mira con una cara de admiración…  que da pena. Se nota que él trata de romper el hielo, en seis estaciones ya le compró: una gaseosa, chocolates y libritos para pintar. La nena agradece y lo mira. Se parecen bastante físicamente. Le dije a Camilita que en la próxima estación ella se baja y yo sigo. Su mamá la va a estar esperando, como arreglamos. Yo no me bajo porque faltan cuatro estaciones para la mía, así que… El tipo habla bajo, pero se lo escucha igual. Se quedó mal la nena, tiene los ojos llorosos. La abracé y le di un beso en la frente, yo la entiendo, pobrecita, tiene miedo de perderme. La nena, muda. No puedo creer los años que perdí. Al sentir ese beso, Camilita fue la persona más feliz del mundo. El padre revolvió en su abrigo y sacó una foto de cuando él y su mamá tenían diecisiete años. El corazón de Camilita saltó de emoción; estar con su padre era lo que había esperado toda su vida, aunque no estaba segura de estar manifestándolo como quisiera. Le regalé una foto mía, para que no me extrañe cuando no me vea. Le di otro beso y la acompañé a la puerta. Afuera, una chica de unos veinticuatro años, con los mismos ojos que la nena, esperaba en el andén. La recibió con los brazos abiertos. Miraba hacia adentro, buscando al culpable. Me volví a sentar en el asiento y el tren arrancó. La próxima semana va a ser mejor. En cuanto el tren empezó a andar, el tipo dio un fuerte suspiro. La voy a llamar el domingo, eso voy a hacer. Camilita sabía ahora cómo era su papá, lo que no sabía era que él; muy adentro suyo, muy en el fondo, no tenía ningún interés ni ninguna intención de volverla a ver.

TREMA TUS AISOS



Buscando al hombre ideal, aquel que besara con los aisos tremados, Alina escuchaba los consejos de una indefensa vruguirrita blanca que se posaba desde su nacimiento sobre la gelamfe del índice de su garfia izquierda.
La vruguirrita le había consejado qué hacer con su periamendo, con su primer malusco, su manisextar... y juntas, tenían la misión de radear al hombre perfecto para Alina, el que fuera a ser su martoso, su espido...aquel que jamás hubrara sus aisos para besar. La vruguirrita había rejectado a varios candidatos ya que estaba segura de que condenarían a Alina a la eterna infiernicidad. La maldición decía que besar con los aisos húbridos era singénimo de traición. Era necesario concentrarse en el ser amado, estar blaindamente con él, no sólo con la cuelperidad sino también con la mente. Y los aisos húbridos distrevían, le permitían a quien lo hiciera, mirandear otras cosas mientras demostraba amor por su cisnero.
Alina jamás había hubrado los aisos mientras besaba. Y la vruguirrita candeaba porque su acompañante tampoco lo hiciera.
Un buen día, Alina conoció a Néstor. La vruguirrita lo adoraba, le atercioraba el cuello y olía su perfume cada vez que Alina amentrazaba. Las dos, tanto Alina como su vruguirrita lo pelpetraban. El idilio duró hasta que Néstor descubrió la vruguirrita y le pidió a Alina que se la carbonatrara. Lejos de dejarse convencer, ella juró que había intentado de todo pero que era imposible remembozarla. Néstor simuló aceptarlo y siguieron los planes del botromonio; pero, la vruguirrita sabía bien que Néstor volvería a intentar yinimacerla.
El día anterior a la celebración, Néstor le dijo a Alina que la suesposaría solamente a cambio de que ella aceptase niquerizarse la vruguirrita. Alina, descoranzada, miró su garfia derecha, donde estaría el anillo, luego, miró su garfia izquierda, donde ya no estaría la vruguirrita... finalmente, le pidió disculpas y juntos, ella y Néstor, la niquerizaron.
La vruguirrita comenzó a chincherrarse pero, aunque cambió de color, no murió en seguida. En cambio, permaneció encrallada durante horas, como acusando a Alina con su silencio.
Alina trató de pensar en otra cosa, ya que no podía permitir que el día de su claustración se arruinara.
Después del símilvilcil, perfectamente regurnizado y sintecrizado...llegó el gran momento de la Inflamia. Frente a doscientos invitados gulperizados, el parrot pronunció aquello tan esperado. “ Los declaro martoso y mugrel”. Un escalofrío recorrió la eslina de Alina, mientras sentía que el sagrado fruto de su pelpetración se estremcía dentro suyo. “ Puede besar a la golfia”.Néstor la rodeó con sus bráculos y Alina sintió el calor y la protección de su espido, a la vez que una cousi vocecita que le decía...
“...Tienes que hubrar los aisos Alina...”
Sortrazada al oir de nuevo aquella voz, ahora agonizante, espadeó por desatender, por primera vez, su consejo. Si hubraba los aisos y mirandeaba alrededor suyo, podía cumplirse la protrasía...
“...Tienes que ver esto Alina...húbrelos...húbrelos...”
Y Alina los hubrió.
Para su tegor, descubrió que el hombre con el que se había claustreado esa misma mañana, el padre del remoño en su vientre, ése, besaba con los aisos húbridos.
“Felicidades Alina...” dijo la vruguirrita antes de yinimacer en el piso.

EL PASILLO QUE LLEVA AL JARDÍN


 
Lo encontraron babeando al final del pasillo, balbuceando cosas incomprensibles y en estado de shock. Eran las cuatro de la mañana y la primera vez en diez años que Cristian se levantaba de la cama. Luisina escuchó un ruido extraño y se levantó para ver qué pasaba.
Ahí fue cuando encontró a su hijo.
Cuando Cristian cumplió ocho años, sus padres se mudaron a una casa grande con un jardín delantero que decoraron con seis duendecitos de porcelana. Desde el primer momento, Cristian sintió una gran antipatía por los enanos; pero, por más que intentaba persuadir a sus padres, ellos seguían embelesados con las criaturas e, incluso, decidieron ponerles nombres.
Marlon era el jefe de la familia, sin duda, al que más le temía Cristian. Tenía una remera y una bermuda azul, un gorro rojo, un bigote blanco que se unía a una larga barba, el ceño fruncido y, en una pequeña bolsa que le colgaba del hombro, un equipo de jardinería: tijera, pala y semillas.
Los primeros meses Cristian trató de no mirarlos; pero, llegando a fin de año, ya entraba y salía de la casa corriendo para no escuchar las amenazas que aseguraba le gritaban los maquiavélicos hombrecitos. A pesar de eso, durante dos años,  torturó a sus padres con que Marlon quería matarlo, decía escuchar cómo planeaban atacarlo entre los seis cuando él estuviera desprevenido.
El día del cumpleaños número diez de Cristian, mientras preparaban una gran fiesta, su padre sufrió un ataque al corazón. Lo internaron inmediatamente; pero, dos días más tarde, murió.
Era un hombre de unos sesenta y cinco años y su corazón no andaba bien, pero Cristian sostuvo que la culpa era de los enanos. Un día su madre, cansada de escuchar barbaridades, lo enfrentó.
Ellos eran lo único que le quedaba de su marido y no estaba en sus planes tirarlos sólo porque un adolescente complicado sostuviera que planeaban una masacre.
Luego de aquella discusión, Cristian no volvió a hablarle a su madre. Lo que empezó como un capricho se transformó en una enfermedad. No se levantaba de la cama, no comía ni hablaba con nadie. Los médicos lo visitaban de vez en cuando; pero él ni siquiera los miraba. Después de unos años, se dieron por vencidos. Cristian se había vuelto loco y Luisina estaba sola, con los enanos como única compañía.
A través de la habitación, Cristian escuchaba sus voces. Marlon decía que si se atrevía a cruzar el pasillo que llevaba al jardín, le iba a suceder lo mismo que a su padre o algo peor.
La noche del suicidio de Cristian fue terrible para Luisina. Encontrarlo tirado en el pasillo, inconsciente y desangrándose fue un duro golpe del que no se pudo recuperar. Trató de entender por qué había pasado diez años encerrado o por qué había decidido levantarse esa noche. Buscó, en vano, por toda la casa el instrumento que podría haber usado Cristian para cortarse las muñecas.
De la misma manera que no prestó atención a los pedidos de su hijo cuando aún estaba con vida, dejó pasar el detalle del ceño un poco más fruncido de Marlon y la ausencia de la tijera dentro de su bolsita.




ENCERRADO



Despertó una mañana y estaba ahí. No podía recordar qué había pasado la noche anterior. Miró a su alrededor y no vio absolutamente nada. Ninguna pista, ningún indicio… ¿Qué hacía ahí? El lugar era demasiado chico para él; estaba incómodo. Por momentos, las paredes se movían y todo temblaba como en un terremoto.
No pasaba hambre ni frío; pero, a pesar de eso, estaba inquieto y aterrorizado. Después de mucho tiempo de estar en esa celda, le empezaba a costar respirar… su cuerpo se estaba transformando en algo extraño, desconocido; y esa transformación le dolía. Quizás estaba hechizado; por eso, su cuerpo se estaba poniendo así. ¿Sería una maldición…?
Estaba atado a uno de los extremos de la habitación; no había luz ni puertas ni ventanas; lo único que había eran goteras. Trataba de salir de ahí golpeando las paredes; pero no podía escapar y, semana tras semana, todo se volvía más confuso.
El techo y el piso empezaron a juntarse, las goteras formaron charcos y los charcos inundaron la habitación. Para esa altura, su cuerpo ya era una completa deformidad, los pulmones estaban a punto de explotarle dentro del tórax y no encontraba la manera de seguir viviendo dentro de ese cuartucho, cada vez más pequeño. El agua empezaba a cubrirlo y la incomodidad era total. Hacía bastante que no dormía, no sabía en qué posición ponerse para poder descansar. Con mucho esfuerzo giró, ayudado por sus manos y por sus pies… con ganas de llorar, desesperado, y…

Justo en ese momento, nació.

CONSTRICTOR



Priscilla arrojó el pesado adorno de metal lejos de ella. Abrió lentamente la puerta y arrastró el cuerpo hasta el centro de la habitación  verde. Lo dejó allí y, durante casi una semana, no volvió a abrir la puerta.

Todo el amor y la devoción de Priscilla iban dirigidos a su gato. Lo tenía desde siempre, desde que tenía memoria. El gato era precioso, tenía unos extraños y afilados dientes y una cola algo dura y puntiaguda. Paseaba majestuosamente por las habitaciones verdes de su ama, la única persona con quién era cariñoso y la única a la que le permitía acercarse.
Una tarde, Priscilla miró por la ventana y lo vio en el jardín persiguiendo a una rata, siguió la cacería desde adentro y sólo salió cuando el comportamiento del gato comenzó a preocuparle. Muy quieto, con la rata entre sus garras, abrió una boca desmesuradamente grande y, como una boa constrictora, la tragó sin ni siquiera masticar. Era como si la rata hubiera tomado la forma del gato dentro de su estómago.
Priscilla trató de moverlo, pero el gato estaba como petrificado. Permaneció recostado con las patas rígidas durante varios días, y una mañana, como si nada, volvió a caminar.
Después de aquél episodio y, por algún tiempo, Priscilla no tuvo motivos para preocuparse. Pero, un par de meses después descubrió que la obsesión del gato por los roedores no había terminado; cada vez que lograba atrapar uno, lo devoraba de una manera tan inmediata y desagradable, que provocaba ganas de vomitar.

Cuando pensó que todo estaba volviendo a la normalidad, escuchó ladridos y maullidos en el jardín. Una vez más, el labrador del vecino había cruzado los arbustos que los dividían y buscaba pelea con el gato. Se mordieron, rasguñaron y persiguieron un buen rato, hasta que Priscilla tuvo que salir a ver de cerca lo que estaba pasando.
El gato tenía al labrador acorralado, le había clavado las uñas en las patas y estaba abriendo, una vez más, su infernal boca. Priscilla le gritó y le arrojó toda clase de objetos para distraerlo, pero no hubo reacción.
Tuvo que cerrar los ojos para no verlo.
El gato permaneció seis días casi inmóvil y luego, volvió a dormir en el sofá.
Priscilla no sabía qué hacer, no podía llamar al veterinario; al gato nunca le había caído simpático y no le permitía acercarse. Además, si lo denunciaba, estaba segura de que lo perdería. Después de mucho pensarlo, decidió desocupar una habitación y encerrar al gato allí. Cuando hubiera resuelto que hacer con él, lo soltaría.

Dos días más tarde, su vecino, encolerizado como siempre, golpeó a su puerta.
Discutieron fuertemente, pero Priscilla mantuvo su postura negando haber visto al labrador. El hombre aseguraba que la última vez que había visto al perro había sido en su jardín peleando con el gato; pero Priscilla siguió negándolo.
A la mañana siguiente, el vecino cruzó los arbustos y se metió en el jardín para registrarlo. Al encontrar algo de sangre en el pasto y un colmillo que supuso era de su propio perro, entró enajenado a la casa de Priscilla. Se abalanzó sobre ella y la zamarreó gritándole todo tipo de cosas, ella trató de zafarse; pero como la fuerza de su atacante la vencía, estiró la mano buscando el frío metal...







GARBO



Medía dos metros, pesaba lo que dos caballos y era ciego de un ojo. Tenía un promedio de tres asesinatos por semana, descuartizaba a sus víctimas salvajemente, les sacaba las vísceras con sus propias manos y las dejaba tiradas por ahí.
Además, les arrancaba el corazón.
Nadie sabía dónde vivía, lo buscaban hacía años para ejecutarlo, pero nunca lo habían podido encontrar. Este depredador tenía al pueblo aterrorizado, era el único criminal al que no habían podido ajusticiar y el único al que querían comprender.
La teoría más aceptada sostenía que Garbo era una abominación genética que se alimentaba de corazones humanos; otras, menos respetadas, hablaban de amor y misticismo.
Una noche Garbo salió a cazar. Con su capa de terciopelo sobre los hombros, dejó su cueva y se dirigió al pueblo. Buscaba alguien joven, fresco… luego de un par de horas de caminar, se encontró con una pequeña de seis años y la invitó a su casa. La niña parecía no tenerle miedo y aceptó acompañarlo, despreocupada y alegre, iba salticando de la mano de su verdugo. Algo sorprendido pero excitado, Garbo planeaba el primer homicidio en su propio hogar.
Al llegar a la cueva, Garbo notó algo extraño alrededor de la niña: por encima de su cabeza y alrededor de sus hombros, ella despedía un aura de color índigo. Garbo la observó detenidamente, retrocedió unos pasos, confundido; ella se acercó y le pidió que no tuviera miedo, porque ella era sólo una niña índigo.
Cansado de las torpes excusas de sus condenados a muerte, Garbo la tomó del cuello, se lo fracturó y procedió a quitarle lo único que le importaba, su corazón. Una vez afuera, lo limpió cuidadosamente tratando de quitarle el color que lo cubría.
En el instante en el que se disponía a ponerlo con los demás corazones, un golpe en la cabeza lo dejó inconsciente.
Nadie supo cómo llegó Garbo a la plaza del pueblo con los pies atados y con su propio corazón en la mano derecha.
La teoría más aceptada indica que, arrepentido y de alguna manera sobrenatural, se habría suicidado en nombre de los descuartizados. Otras, menos respetadas, aseguran que Garbo coleccionaba corazones de todo tipo, porque buscaba uno al cuál poder amar.
Ninguna de las posibles teorías podrá imaginar que una pequeña índigo le enseñó a Garbo que, para amar a un corazón, éste, inevitablemente, tiene que latir.




TÉCNICAS



Cuando se despertó, la ventana continuaba abierta, lo cual le daba la pauta de que todavía no había llegado su hora.
En el momento en el que los vidrios se cerraran y el espeso gas fluyera a través de los orificios de las paredes, ya no habría mucho qué hacer.
Pensaba en cómo había llegado hasta allí, en qué cosa tan terrible habría hecho, para estar encerrado con esas personas esperando su final.
Su apellido, sus rasgos, su pasaporte... ¡Ellos eran los culpables! ¡No él! No había persona menos interesada en su propia cultura que él. Durante años le escapó a la realidad, se escondió en un sin fin de lugares, ocultando lo inocultable, su sangre.
¿Qué había hecho mal? Nunca lo sabría.
Tanto él como las personas que lo acompañaban tenían la esperanza de que, conteniendo la respiración durante largos minutos y esperando que pasara el efecto del gas, iban a desmayarse y permanecer inconscientes hasta que los hubieran dado por muertos. De esa forma se salvarían.
Toda la noche practicó respirar a través de sus propias manos o del pelo del que tenía al lado para filtrar el gas, contó la mayor cantidad de minutos que podía aguantar sin inhalar... Mientras la ventana no se cerrara, tenía tiempo.
Pensó en su infancia, en su adolescencia... ¿En qué momento había empezado todo esto? ¿Qué lo convertía en alguien tan peligroso, tan sucio... acaso era tan importante como para que se preocuparan por rastrearlo, torturarlo y...?
La ventana se cerró, contuvo la respiración 2, 3, 4 minutos. Su corazón se aceleró al máximo.

Increíblemente efectivas, las técnicas alemanas.